¿Decirle que no a Trump es decirle que no a Dios?
El nacionalismo cristiano sostiene que Estados Unidos tiene una misión divina y que fue fundado como una nación cristiana. No es una teoría marginal.
“Oponerse a Trump es oponerse a Dios”. Esta afirmación no proviene de un seguidor anónimo en las redes sociales, sino de Paula White, pastora evangélica, guía espiritual personal de Donald Trump y directora de la Oficina de Fe de la Casa Blanca, un organismo creado bajo su administración en 2025. La declaración no es una exageración retórica: es la manifestación más clara de un proyecto político-religioso que lleva décadas gestándose en las sombras del poder estadounidense.
Trump no es un accidente de la historia política americana. Es el resultado deliberado del nacionalismo cristiano, un movimiento que durante casi un siglo ha tejido una red de televangelistas, fundaciones conservadoras y lobbistas con un objetivo preciso: crear un líder “elegido por Dios” que gobierne Estados Unidos según una interpretación fundamentalista de la fe cristiana. Esta ideología no solo alimenta el movimiento MAGA; es su motor ideológico, su justificación moral y su promesa mesiánica.
Para los nacionalistas cristianos, la enseñanza de Jesús sobre “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” parece ser una traición imperdonable. En su visión del mundo, no puede haber separación entre el poder político y la autoridad divina. Todo lo contrario: el Estado debe ser el brazo ejecutor de la voluntad de Dios en la tierra.
Esta postura representa una ruptura radical con uno de los fundamentos más revolucionarios de la democracia estadounidense: la separación entre Iglesia y Estado. Sin embargo, durante décadas, el cristianismo se ha infiltrado sistemáticamente en cada rincón del poder político: discursos presidenciales saturados de referencias bíblicas, días nacionales de oración, fallos de la Corte Suprema basados en principios religiosos, juramentos sobre la Biblia, sesiones legislativas que comienzan con invocaciones cristianas e incluso la inscripción “In God We Trust” en los billetes de dólar. Lo que alguna vez fue la excepción se ha convertido en la norma.
La nación elegida
El nacionalismo cristiano sostiene que Estados Unidos tiene una misión divina y que fue fundado como una nación cristiana. No es una teoría marginal. Presidentes como Woodrow Wilson, Harry Truman, Ronald Reagan, George W. Bush y Donald Trump han declarado públicamente al país como una “nación cristiana”. Para sus millones de seguidores, Estados Unidos no es simplemente un país más: es una tierra prometida, un “nuevo Jerusalén”, un pueblo elegido por Dios.
Este mito no es inocente. Históricamente, la idea de Estados Unidos como nación elegida justificó la colonización, la eliminación de pueblos indígenas, la esclavitud, las leyes Jim Crow y la oposición a los movimientos liberadores de las décadas de 1960 y 1970. Del relato bíblico del Éxodo al “Destino Manifiesto” del siglo XIX, de la “ciudad sobre la colina” al nacionalismo MAGA del siglo XXI, la narrativa religiosa ha servido una y otra vez para legitimar la expansión territorial, la dominación racista y la concentración de poder.
En el fondo, esto es una batalla por definir qué es Estados Unidos: ¿una república secular fundada en la libertad de conciencia o una teocracia cristiana con una misión divina? La respuesta a esta pregunta determinará el futuro de la democracia estadounidense.
El asalto que lo cambió todo
El 6 de enero de 2021, el mundo vio la cara más profunda y perturbadora del nacionalismo cristiano estadounidense. El asalto al Capitolio no fue solo una revuelta política; fue una insurrección religiosa. Entre la multitud que irrumpió en el corazón de la democracia americana ondeaban banderas con cruces cristianas, se formaban círculos de oración, se erigía una horca y se portaban carteles que llamaban abiertamente a una “revolución cristiana”. Algunos manifestantes llevaban Biblias; otros gritaban que estaban cumpliendo la voluntad de Dios al no aceptar la derrota electoral, denunciando unas supuestas “elecciones robadas” (incluso cuando esas elecciones fueron las más escrutadas de la historia del país).
Nada de esto fue accidental. El 6 de enero fue la culminación visible de un proyecto que comenzó mucho antes, entre los años 50 y 80, cuando las iglesias evangélicas y los telepredicadores comenzaron a organizarse políticamente con una ambición sin precedentes.
En 1979, televangelistas como Jerry Falwell fundaron la Mayoría Moral, un movimiento que cumplió un rol central en la elección de Ronald Reagan. Esta organización se oponía al feminismo, al derecho al aborto, a la liberación sexual y a los derechos LGBTQ+. Su objetivo era claro: movilizar a los cristianos evangélicos como un bloque electoral capaz de inclinar elecciones y redefinir la política estadounidense.
Paralelamente, fundaciones conservadoras como Heritage Foundation construían la columna vertebral intelectual del nacionalismo cristiano, elaborando políticas públicas, estrategias legales y marcos ideológicos que eventualmente permearían la Corte Suprema, el Congreso y la Casa Blanca.
Pero la pieza más radical de este rompecabezas es el “dominionismo”, una corriente teológica surgida en los años 70 que interpreta la Biblia como un mandato explícito para que los cristianos gobiernen todas las esferas de la sociedad. Hoy, impulsado por pastores con millones de seguidores en iglesias megaconservadoras y plataformas digitales, el dominionismo promueve el “Mandato de las Siete Montañas”: gobierno, medios de comunicación, religión, negocios, educación, familia y entretenimiento. Estas siete áreas, según esta teología, deben ser conquistadas para imponer una teocracia global. Esta es la verdadera “batalla cultural” de la que hablan constantemente los líderes MAGA.
El precio de mezclar fe y poder
El nacionalismo cristiano hoy representa una amenaza directa a la democracia y los derechos civiles, usando la religión para justificar la violencia política, la supresión de derechos y la concentración autoritaria del poder. Esta no es una advertencia hiperbólica; es una lección que la historia ha enseñado una y otra vez.
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